sábado, marzo 19, 2011

Mucho ayuda el que no estorba

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Se cumplen 8 días desde que el mundo entero se cimbró por los acontecimientos que literalmente sacudieron al Japón. Un terremoto de 9 grados en la escala de Richter y el subsecuente tsunami que arrasó con la costa norte del archipielago nipón.

Yo tengo en la memoria el recuerdo de tres movimiientos telúricos que realmente fueron impresionantes, aunque muchas veces menor a lo sufrido por los japoneses y que experimenté en carne propia.

El primero realmente no lo sentí, pero sí recuerdo la impresión de ver entrar a mi papá lámpara en mano (bueno, realmente la pequeña lámpara la sostenía con la boca) mientras nos sacaba a mi hermano y a mi de la cama y de la cuna respectivamente la madrugada del 28 de agosto de 1973, una fuerte sacudida de 7,3 Richter originada en Veracrúz tuvo la fuerza suficiente para inclusive derribar la tradicional parroquia del Perpetuo Socorro ubicada a unas cuantas cuadras de donde vivía, no entendí realmente el suceso y el recuerdo es más bien por la impresión, pero esta fué consecuencia directa del temblor.

La segunda, como a la gran mayoría de los mexicanos no se me olvida.

Esperaba mi turno para entrar a la regadera un día cualquiera de clases. Un jueves. En la pared de mi lado de la recámara -compartida con mi hermano, había una decoración ecléctica muy a mi estilo (pósters, discos viejos adheridos con cinta, placas viejas de auto) y me encontraba de pié en mi cama intentando pegar un disco que se notaba ligeramente fuera de lugar. Lo primero que escuché fué la puerta del clóset chocar varias veces contra el marco, luego la pared donde estaba recargado pegando el disco se movió, la casa comenzó a crujir y escuché la voz de alarma de mi madre desde la cocina "¡Está temblando!".

Como pude abrí la puerta del baño (mi hermano tenía la bendita costumbre de encerrarse) lo medio endredé en una toalla y lo saqué, mientras la casa se sangoloteaba como jamás pensé que una construcción relativamente nueva pudiera moverse. Bajamos las escaleras hasta la puerta que da a la calle donde ya estaban mi madre, mi hermana y mi papá, más pálidos que un queso y aferrados a la pared y a la fé, medio rezando algo que ahora no recuerdo.

Con todo y el mega-susto cada quien salió a cumplir con sus obligaciones, mi papá al trabajo y mis hermanos y yo a la escuela. El shock del movimiento de 8,1° en la escala de Richter era de lo único que se hablaba, realmente las clases como tal no se dieron ese día. Las pocas noticias que llegaban por la radio de la destrucción en el centro de la ciudad de México nos mantenían en vilo. De las primeras cosas que supimos fué que tendríamos que enterarnos por la radio pues la principal televisora había sufrido daños mayores.

El día siguiente no fué mejor, la realidad nos pegó directo y en la cara. Aunque Puebla no sufrió daños mayores (salvo una que otra construcción muy vieja y la acostumbrada fragilidad de las vecindades del centro y su criminal falta de mantenimiento) la ciudad de México lucía espeluznantemente devastada.

La cifra oficial de muertos que dió el gobierno -que de paso actuó con total parsimonia, descontrol y una exasperante lentitud- fué de al rededor de 6,000 personas; la realidad como siempre triplicó la cifra (hay quienes dicen que hubo más de 20,000 muertos) y cada periódico, noticiero y comentario se llenaba poco a poco de las imágenes de destrucción; yo solo me imaginaba a la gente que a esa hora se encontraba en un lugar que para mi si resultaba familiar, el restaurant "Súper Leche" al cual cada que mi papá tenía consulta con el nefrólogo en México ibamos a cenar o a desayunar y que -como en ese 19 de septiembre- siempre estaba a reventar.

No habíamos digerido todavía la impresión cuando el 20 de septiembre al anochecer una réplica de 7,3° nos sacudió con fuerza. Mi recuerdo más vivo de esa noche fué la angustia del vecinito de atrás a quien la mamá (más buena que el pan físicamente, pero más mala con sus hijos que pegarle a Dios en semana santa) para variar había dejado solo y aterrorizado lloraba y gritaba en el jardín de su casa. Nosotros desde la ventana de la recámara de mis papás intentabamos tranquilizarlo y darle ánimo, pero el chiquillo obviamente estaba en shock.

Fué solo la organización de la gente, de los espontáneos y de muchos héroes anónimos que la cosa pudo sacarse adelante. Ahí nació un cuerpo de rescate que con más corazón que capacidad pudo rescatar a muchas personas, los famosos "topos"; se dió el milagro de los recién nacidos del hospital general y miles de historias que cada 19 de septiembre recordamos quienes de una forma u otra atestiguamos la devastación.

De ese episodio al siguiente pasaron varios años, fué hasta 1999 que la tierra bajo mis pies se volvió a sacudir, y ahora sí Puebla se vió más afectada.

Era un día ordinario en el trabajo, pasadas las 3 de la tarde en la enorme tienda departamental que esa misma noche tendría una de sus famosas "ventas nocturnas". Mi escritorio lo habían tomado como centro de autorizaciones para uno de los bancos que participaban con sus tarjetas de crédito en la promoción. La señorita encargada del módulo bostezaba de aburrimiento ya que no había prácticamente nadie en la tienda. Los horarios de comida se habían extendido y yo todavía esperaba para salir a comprar algo de comer y visitar a... bueno, tenía que visitar a alguien de quien ahora no me quiero ni acordar y comer con ella.

Lo primero que recuerdo fué un leve movimiento oscilatorio hacia la izquierda, la chica del módulo me preguntó con más sorpresa que alarma ¿está temblando?. Antes de que yo acertara a decir "sí" la tienda completa comenzó a rebotar de arriba a abajo.

Ruido, ruido ensordecedor mezclado con gritos de histeria y la alarma que se activó cuando el director de la tienda fué el primero en abandonar el barco y salir literalmente disparado por una de las puertas de emergencia; los páneles del techo brincoteaban salvajemente, los maniquíes caían y en las diferentes zonas de la tienda se escuchaba el tronar de muebles y cristales estrellados.

Recuerdo haber tomado a la encargada del módulo por el brazo y sacarla por la puerta de entrada de personal, mientras un río humano descendía por las escaleras aumentando la cacofonía del temblor con el ruido de una estampida humana escaleras abajo.

Estando en la zona de seguridad del estacionamiento la tierra aún se movía -ya con menos intensidad, y varias empleadas del área de cosméticos yacían desmayadas en pleno asfalto; mi primer instinto fué tomar el coche y largarme, pero la calma retornó rápidamente al vernos todos sanos y salvos fuera de la tienda.

Llamé a mi familia, todo bien. Fuí por la comida que había encargado por teléfono (japonesa, lo recuerdo bien) y fuí a visitar a quien tenía que visitar.

Aún con Protección Civil amenazando clausurar la tienda, la bendita "venta nocturna" se llevó a cabo -me tocó entrevista para la radio y toda la cosa animando a la gente a ir a gastar su dinero y olvidarse del incidente.

El centro de la ciudad y muchas de sus iglesias sufrió la peor parte de este sismo de 6,7° Richter y hasta la fecha muchas construcciones se encuentran en riesgo de caer. Varias víctimas mortales se contaron ese día (infinitamente menor que las de 1985) pero sí hubo un saldo más que negativo, inversamente proporcional al susto mayúsculo de ver y sentir en vivo lo que muchas veces había apreciado solo por televisión.

Lo que sucedió en Japón no se puede comparar ni remotamente a las experiencias que yo viví. En el 2006 parecía irreal lo que todos vimos en las costas de indonesia y el tsunami que arrasó con miles de kilómetros de costa y reclamó cientos de miles de vidas.

La inmediatez con la que en este caso llegaron las imágenes y el video de la devastación en Japón nos puso todo en contexto. Como si esto fuera poco, la planta nuclear de Fukushima Daiichi está cada vez más cerca de una tragedia de proporciones mayores a la de Chernobyl.

Pero hay una gran diferencia.

Japón es un pueblo preparado para este tipo de eventos, México dolorosamente no.

La cultura y tenacidad de este pueblo que se ha levantado más de una vez de situaciones límite (solo hay que recordar que Hiroshima y Nagazaki fueron el blanco de la bomba atómica) y que sabe pefectamente qué hacer sin importar la magnitud del terremoto y lo destructivo que resultó el tsunami me sorprenden. Me conmueve el puñado de héroes que literalmente se están matando intentando enfriar Fukushima (lean el post del maestro Ruy Xoconoxtle y lloren), me conmueve hasta el tuétano ver los rescates con helicóptero, me conmueve ver las fotos de la devastación como la que acompaña este post.

Y me encabrona de forma total (perdonen el término poco elegante) que todo mundo, y especialmente el gobierno mexicano se quiera vestir el traje de héroe y exclamar a voz en cuello "no te preocupes Japón, ahí voy".

Estoy de acuerdo que nuestros queridos "topos" tengan el corazón y la voluntad de ayudar, pero ver a un rescatista japonés con su equipo completo de rescate junto a uno de los nuestros, es como ver a Mazzinger Z junto a un granadero de presidencia auxiliar.

Ayer escuchaba que ya se encontraba listo un batallón de bomberos chiapanecos para viajar a Japón. Así como lo leen y no es broma. Por décadas nuestros heróicos cuerpos de bomberos han padecido más carencias que las que cualquier institución puede soportar... y ahora los mandan a apoyar a quienes fácilmente podrían darnos lecciones básicas de organización ,aprovechamiento de recursos y un largo etcétera.

Por eso digo yo que mucho ayuda el que no estorba.

Dios bendiga al Japón y a sus héroes, especialmente a aquellos que no la van a contar. El mismo Dios nos libre de algo similar.

Ya falta menos para el 2012 (lo digo por los Juegos Olímpicos, ajá)


Posted via email from Marco's posterous

8 comentarios:

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